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Pongamos que hablamos de un boxeador

El boxeador

Él es oriundo de un lugar en el que la mesa de domingo, habitualmente, huele a dulce de leche y asado, los lugareños se mueven a ritmo de bandoneón y sufren de delirios con un gol a su favor, transfigurándose en apóstoles del mesías balompedista.

Él creció en un país que atesora fértiles llanuras pampeanas y una capital porteña con una lujosa avenida, la más ancha del mundo (9 de julio), próxima a las “villas miseria” que son el producto de un fracaso colectivo.

El origen

Él vivió en esa tierra que está incrustada en el Cono Sur, donde Freud ha alcanzado su éxito más rotundo y las crisis económicas se comportan como un bumerán. Un territorio que también es cuna de famosos escritores galardonados con el nobel popular, un premio más prestigioso que el oficial.

Él, seguramente, ya experimentó que allá la vida no se vive, se desvive. Todo sentimiento se eleva a la máxima expresión, todo deseo se exagera multiplicando las hipérboles y todo diálogo se envuelve en una persuasiva verborrea.

Él es un boxeador de jab de derecha que regresa al cuadrilátero después de abandonarlo para siempre. Es un aprendiz, además de meritorio sucesor, de la escuela de boxeadores de la que un día formaron parte algunos héroes patrios como Luis Ángel Firpo, Nicolino Locche, Carlos Monzón o Ringo Bonavena.

Él es, a partes iguales, generoso luchador y maestro del engaño. Un boxeador de guardia baja y pegada a la cadera, piernas de danzarín (hoy muy maltrechas) y el tacticismo propio de un general napoleónico. Unas cualidades que, asimismo, acompaña de golpes rápidos y certeros como si se trataran de espadazos de un maestro de esgrima.

 

El estilo

Él no es un púgil que presuma de pegada, sino de estilo encima del ring. Su boxeo se basa en provocar al rival para obligarlo a fallar y de esa manera mermar la confianza de éste. Una estrategia que, en numerosas ocasiones, resulta determinante para controlar y ganar la pelea, demostrando que nada tiene un origen inconsciente.

Él peleó anoche, volvió a regalarse otra oportunidad en un escenario alejado del glamour de antaño. El combate no fue vistoso, ambos púgiles optaron por minimizar riesgos. Nuestro protagonista llevó la iniciativa con el jab de derecha, marcando el tiempo y la distancia, y su rival, procedente de gélidas tierras del norte de Europa, no permitió acciones de lucimiento, siempre estuvo con su guardia alta y cerrada. Éste sacó, en cada uno de los sucesivos asaltos, esporádicas ráfagas de manos que nunca pusieron en apuros a nuestro veterano boxeador.

En el noveno episodio del pleito previamente acordado a diez, la pelea se paró. El contendiente llegado del hielo tenía un corte en el parpado del ojo izquierdo, un hecho que declinó el conflicto a favor del boxeador del jab de derecha.

El vencedor

Él venció anoche; aunque aún en su soñado camino hacia el campeonato mundial del peso medio, queda un largo trayecto de sacrificio e incertidumbre antes de llegar a la escala final, el luchador del país donde nace el sol. ¡Ojalá esa incandescente luz solar no acabe derritiendo sus ilusiones como las alas de Ícaro!

Él es un hombre polifacético, de fácil oratoria, que en la actualidad reparte su arte y oficio entre los tablados del teatro y del encordado. Su vida ha pasado por antagónicas etapas que pueden dividirse como las partes del tríptico “El jardín de las delicias” de El Bosco: el paraíso (su veulta a la competición del noble arte), el mundo de la lujuria (etapa de aclamados triunfos) y el infierno (retirada por una grave lesión). Pero, a su trayectoria vital la distingue una gran salvedad con respecto a ese cuadro, su mensaje no es de pesimismo y apocalipsis, sino de esperanza y optimismo.

Él cumple desde su más tierna infancia con aquella máxima que popularizó el filósofo español José Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”, porque, como él sabe, en la vida todo cambio empieza a partir de uno mismo.

Por cierto, él es Sergio “Maravilla” Martínez.

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