Hoy, 17 de enero de 2017, se cumplen exactamente 75 años del nacimiento de Cassius Marcellus Clay Jr., más conocido como Muhammad Ali, un deportista que cambió la forma de concebir la vida para las personas de color.
‘Ali Bomaye‘ cantaré hasta que mi voz no me lo permita cada vez que vea luchar a un hombre que, como pocos, ha hecho vibrar al mundo entero con sus golpes. Soñaré que aún está entre nosotros el mejor peleador de la historia del deporte, aquel que nos hizo creer que todo era posible, incluso acabar con la segregación racial estadounidense. Podré dar fe de que lo veré reflejado en mis sueños, aquellos que el inspiró a conseguir a millones de personas con el simple hecho de montarse en un ring y derrochar confianza.
Todavía parece una broma el hecho de que nos dejase un 3 de junio de 2016 una de las personas más alucinantes que el mundo ha conocido jamás. Hijo de padres humildes, luchador nato, y practicante de su disciplina estrella desde que mudaba los dientes de leche, Ali fue creando una historia que sería guardada en los libros más codiciados, en aquellos que todas las personas tienen en su interior. Nadie dudó jamás de un chico que ya apuntó a ser ‘el mejor boxeador que haya existido‘ al hacerse con el Campeonato Mundial Pesado a sus 22 años de edad, al tumbar a Sonny Liston un año más tarde con un solo golpe en el mentón que dejó la foto más codiciada del siglo XX (sí, aquella que todos conocéis), o al mantenerse invicto durante 31 combates.
Entre sus conquistas quedan grandes registros, quedan enormes recuerdos, pero sobre todo queda lo acontecido una noche hace tan solo 43 años. El 30 de octubre de 1974 George Foreman, el todopoderoso campeón invicto del Peso Pesado retaría a un Ali, que no venía de su mejor momento como boxeador, en la jungla de Kinshasa. Bajo la atenta mirada de millones y millones de almas, dos de los mejores que han subido a un cuadrilátero dejaron un espectáculo terminado, como no, con un dominio aplastante del chico maravilla. Muhammad acabó con George en tres rondas después de haber sufrido las cinco primeras una lección de dominio que de poco le sirvieron al campeón.
Sin embargo, de nada valdría su leyenda tan magnífica si un tal Joe Frazier no se hubiera interpuesto en su camino y lo hubiera llevado a sufrir como nunca antes lo había hecho profesional alguno al terminar con su racha. A más de 40º centígrados en Manila, el ‘Thriller‘ se vivió a más no poder. Dos bestias, dos seres bajados del Olimpo, dos señores de la lucha, dos prodigios, dos odiados, dos enamorados, dos colosos se vieron las caras durante un total de 15 rondas en las que se puso en juego algo más que un simple cinturón. Ambos terminaron al borde de la inconsciencia en uno de los duelos que será recordado como el mejor que nunca existió.
Paso a paso, punto por punto, golpe a golpe se fue creando la filosofía de un señor que no solo salía a ganar, sino que lo hacía con talento. Primero, dejaba en ridículo a su rival, y más tarde, lo vapuleaba ante todo el respetable para convertirse en el ídolo de las masas, en el dueño de los televisores, en el señor de las noches españolas en las que el boxeo lo era todo. Lo vapuleaba para demostrar que no era simplemente un deporte, sino algo más: un producto del sacrificio diario. Porque tal y como él siempre dijo: ‘Odié cada minuto de entrenamiento, pero pensé: Sufre ahora y vive el resto de tu vida como un campeón’.
Ahora, en estos momentos edito esa frase, y le añado que ese entrenamiento no servía tan solo para ser grande en su propia vida, sino para perdurar en la del resto; para ser el símbolo de superación de muchas personas que sueñan con asemejarse a su persona. Para inspirar a una civilización humana que debe hoy demasiado a sus guantes rojos.
Gracias por tanto, Maestro.
Imagen: www.pbs.org.
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