Don Álvaro Rubio recibió el pasado sábado antes del partido contra el Rayo Vallecano la insignia de oro del club y, lo más importante, Zorrilla le brindó su más calurosa ovación al que ha sido su capitán durante los últimos años.
Cuando en el pasado mes de agosto Álvaro Rubio se despidió del Real Valladolid en todos sus estamentos, no solo dijo adiós un jugador o un capitán más; lo hizo una de esas personas que, cuando se van, dejan un poso de amargura y tristeza en los que le rodean. La despedida del eterno capitán estuvo envuelta en un halo de seriedad y sencillez propia del comportamiento de este fenómeno durante las diez temporadas que ha vestido de blanquivioleta. Y es que Álvaro, por encima de sus grandes cualidades futbolísticas, ha destacado siempre por eso precisamente: por la sencillez, la sobriedad y el saber estar; por su compromiso con el club y el amor a unos colores que tanto cuesta encontrar en el fútbol de hoy en día y que le llevo a dejar Valladolid el pasado verano con unas palabras que demostraban ese cariño al club: «Yo quería ayudar al equipo, me veía bien físicamente para hacerlo y si no se puede, pues no se puede. El presidente dejó en mis manos la decisión de seguir o no en todo momento, pero el entrenador y la dirección deportiva no contaban conmigo y eso ha sido fundamental en mi decisión. Ni quería estar por estar ni quería encima ser una carga económica para el Club porque eso sería hacerle daño”.

Álvaro Rubio formó parte de aquella mítica selección sub-20 que en el año 1999 se proclamó campeona del mundo en Nigeria junto a jugadores de la talla de Xavi, Casillas, Marchena… y llegó a Valladolid en el año 2006 procedente del Albacete. Desde el principio se convirtió en un fijo en las alineaciones de José Luis Mendilibar en aquella plantilla que batió todos los récords en segunda logrando el ascenso a la máxima categoría. Durante sus 10 temporadas en el club blanquivioleta ha contado con la confianza de todos sus entrenadores y, pese a que alguno de ellos en un principio no lo viera como titular indiscutible, Álvaro siempre acababa jugando porque cuando él no estaba en el campo el equipo lo notaba. En una época en la que el músculo prevalece en el fútbol, él siempre supo hacer de la inteligencia la mayor de sus virtudes.

Como todos los futbolistas, ha tenido altibajos pero siempre volvía a ser el timón de los de Pucela en el centro del campo. En tantos años es difícil librarse de toda crítica y, como siempre, cuando un jugador flaquea, tiene esperando a aficionados o periodistas que no desaprovechan ninguna oportunidad para enjuiciar al que se precie. Estos críticos le bautizaron como «el sobrinillo de Mendi», debido al hecho de que Mendilibar siempre alineaba a Álvaro por muy flojo que estuviera; años después el propio Álvaro se definió a sí mismo de esa manera entre risas y comentando que era «el sobrinillo del Club».
Lo cierto es que estando bien o estando mal, Álvaro ha sido durante estos diez años el arquitecto del centro del campo del Pucela pese a que año tras año el club le buscaba un sustituto. Su orden táctico, su inteligencia, su finura a la hora de repartir el balón y sus pases milimétricos; su indudable calidad, su saber estar y su liderazgo… podría escribir miles de líneas sobre las cualidades de este genial jugador y persona sin igual, pero probablemente el tiempo será el que ponga al «jilguero» en la historia del Real Valladolid. Y, a buen seguro, tendrá un sitio privilegiado en ella como jugador y como símbolo de este equipo y esta ciudad; el número 18 ya no volverá a ser lo mismo. Hasta pronto, eterno capitán, esperamos tu regreso y GRACIAS POR TODO.
Imagen destacada: www.realvalladolid.es
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